La inseguridad constituye uno de los principales problemas que
aquejan a la población de El Salvador y que el gobierno del presidente
Salvador Sánchez Cerén se propone reducir antes de terminar su mandato
en 2019.
El jefe de Estado se puso al frente de la lucha contra
este flagelo cuyas principales manifestaciones aquí son los altos
índices de homicidios -alrededor de 14 diarios-, las extorsiones,
ataques y asaltos a unidades del transporte público y el desalojo de
territorios por parte de grupos pandilleriles, entre otros.
Si
bien el fenómeno de la violencia en esta nación centroamericana tiene
una larga data, en los dos últimos períodos del gobierno del Frente
Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN), desde 2009 hasta la
fecha, muchos medios de comunicación le dan más notoriedad.
La
apología de la muerte en varios espacios televisuales, periódicos y
emisoras radiales crea una percepción del problema que se ha ido
enraizando como una especie de cultura del miedo.
VIOLENCIA OFICIAL
La
sed de riquezas de diversos grupos económicos, que también han
detentado el poder político, ha abonado el camino de la violencia
durante siglos y cuyo blanco principal es la población.
La
colonización y dominación de pueblos indígenas, el crecimiento de la
oligarquía criolla que comenzó a despojar a las comunidades autóctonas
de sus tierras, la instauración de dictaduras militares, entre otros
elementos desencadenaron un profundo descontento social en El Salvador.
El
Levantamiento de 1932, en el cual fueron asesinados alrededor de 30 mil
personas entre indígenas, campesinos y militantes del Partido Comunista
Salvadoreño, es uno de esos desenlaces donde primó la violencia
oficial.
Este hecho se produjo en el contexto de la dictadura
militar de Maximiliano Hernández, pero sucesivamente siguieron otros
regímenes dictatoriales, donde la represión hacia el pueblo por parte de
las huestes se convirtió en un asunto cotidiano exacerbado en un
escenario de pobreza.
El arzobispo de San Salvador, monseñor
Oscar Arnulfo Romero, fue una de las voces que se alzó contra ese estado
de cosas y terminó asesinado en 1980 por un francotirador al servicio
del mayor de la Fuerza Armada Roberto Aubuisson, en el propio púlpito
dónde exigía el cese de los crímenes contra el pueblo y demandaba
respeto por los derechos humanos.
A pesar de que los autores
intelectuales y materiales están plenamente identificados en el informe
de la Comisión de la Verdad creada por Naciones Unidas (ONU), que se
hizo público tras la firma de los Acuerdos de Paz, nadie pagó por el
crimen.
Sin más opciones, el pueblo ya había comenzado a
organizarse en distintas fuerzas e iniciaron la guerra para acabar con
la represión y la desigual distribución de las riquezas que ampliaba
cada vez más la brecha entre la mayoría pobre y las pocas familias
adineradas que manejaban al país como un feudo.
En los 12 años
del conflicto armado, el ejército cometió numerosos crímenes de lesa
humanidad, como consta en el citado informe de la ONU.
Los
militares masacraron indiscriminadamente al pueblo, como en el poblado
del Mozote o en el río Sumpul; llevaron a cabo ejecuciones selectivas y
sumarias, y hasta el exterminio total de poblaciones como la del cantón
El Junquillo, departamento de Morazán, el 12 de marzo de 1981.
Tanto sus hechores como quienes dieron las órdenes de llevar a cabo esos crímenes nunca fueron condenados.
Luego
de los Acuerdos de Paz -firmados en Chapultepec, México, en 1992 que
puso fin a 12 cruentos años de belicismo-, El Salvador comenzó a dar
pasos hacia un ambiente de tranquilidad.
Sin embargo, aún
quedaron vestigios de los escuadrones de la muerte, pero también ya
habían comenzado a entrar al país miles de pandilleros deportados desde
Estados Unidos.
Los gobiernos de Alianza Republicana Nacionalista
(Arena) no crearon condiciones para la reinserción de estos grupos,
fomentaron un tejido social que solo reprodujo los ciclos de violencia y
pusieron en marcha planes represivos sin un enfoque integral para
enfrentar el problema de las pandillas.
El Plan Mano Dura y el
Súpermano Dura, puesto en práctica por el expresidente acusado de
corrupción Francisco Flores (1999-2004) y Antonio Saca (2004-2009),
lejos de disminuir la criminalidad solo sirvieron para incrementar la
violencia y abarrotar las cárceles de pandilleros.
Según el
Instituto de Medicina Legal, al menos 19 mil 737 personas fueron
asesinadas entre enero de 2003 y diciembre de 2008, una proporción de 55
asesinatos por cada 100 mil habitantes, una de las más altas de América
Latina y el mundo.
PASOS GUBERNAMENTALES CONTRA LA VIOLENCIA
Ese
escenario de violencia fue el que recibió Sánchez Cerén a su llegada a
la silla presidencia el 1 de junio de 2014, aunque en los dos años
anteriores la cifra de crímenes había disminuido supuestamente gracias a
una polémica tregua entre la mara Salvatrucha y Barrio 18, las dos
principales pandillas en el país.
No obstante, el gobierno de
Mauricio Funes y del FMLN, consideraba que el problema de la inseguridad
también se ataca con la erradicación de sus causas.
En ese
sentido puso en marcha varios programas sociales que si bien no
arremeten contra la violencia directamente, al menos contribuyen a crear
un espacio de inclusión que a mediano y largo plazo podrá desplazarla.
A
partir de 2014, el gobierno de Sánchez Cerén comenzó a ejecutar un
conjunto de medidas contra la inseguridad y reforzar otras iniciadas en
el mandato anterior, como el reimpulso de la policía comunitaria, al
tiempo que profundiza los programas sociales.
Esta acción
contempla una asociación estratégica entre agente y comunidades para
detectar los problemas de inseguridad que las afectan y buscar
conjuntamente las soluciones con un enfoque de corresponsabilidad.
Asimismo,
se optimizan las capacidades de video vigilancia, se busca reducir los
tiempos de respuestas a las demandas de la ciudadanía, se trabaja en la
profesionalización de la investigación con la aplicación de nuevas
tecnologías y en la implementación de un modelo de inteligencia
policial.
Otro de los más notables pasos del gobierno de Sánchez
Cerén fue la creación del Consejo Nacional de Seguridad Ciudadana y
Convivencia, que ayuda a impulsar los consensos necesarios para el buen
desarrollo de la estrategia de seguridad pública.
La instancia es
"un espacio de diálogo democrático para construir consensos y articular
acciones entre el Estado y los sectores sociales" a fin de "ejecutar
intervenciones integrales que fortalezcan la seguridad ciudadana,
reduzcan los niveles de violencia y frenen el crecimiento de la
delincuencia en los territorios", afirmó el presidente.
Forman
parte del Consejo representantes del sector empresarial, iglesias, el
sector municipal, partidos políticos, personas con capacidad y
experiencia en el tema de seguridad, medios de comunicación,
representantes de distintas carteras de Estado y la Fiscalía General de
la República.
Ya presentó el Plan El Salvador Seguro, que se
articulará con las políticas sociales y económicas y complementa otras
iniciativas como el Plan Quinquenal de Desarrollo.
Sobresalen
entre los ejes de este Plan, la prevención de la violencia a través de
la intervención articulada, interinstitucional e intersectorial para
recuperar el control del territorio, en manos de pandillas, el control y
persecución penal, rehabilitación y reinserción.
La Asamblea
Legislativa aprobó la ley contra el delito de la extorsión, una
propuesta del Ejecutivo que tiene en proceso una ley de reinserción de
pandillas y de prevención para personas en riesgos.
El
subdirector de la Policía Nacional Civil de El Salvador, Howard Cotto,
afirmó que este año los asesinatos constituyen un promedio diario de
12,6 personas, cifra que aumentó en marzo 40 por ciento porque las
estructuras delincuenciales tratan de presionar a la PNC y a las
autoridades al elevar el número de crímenes.
Aclaró que una cantidad considerable de los muertos son delincuentes que caen en enfrentamientos armados con agentes policiales.
La
PNC está haciendo su trabajo, dijo al explicar que de enero a la fecha
ha apresado a 12 mil 386 malhechores, equivalente a 94 personas por día.
Recalcó que en las prisiones del país hay actualmente 30 mil reos, y más de cinco mil en las bartolinas de la PNC.
En
su opinión no basta con que la policía lleve a las cárceles a los
delincuentes porque el problema hay que verlo de manera integral y
habría que preguntarse por qué menores de edad andan cometiendo crímenes
con armas de fuego, cuestionó en directivo de la PNC.
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