“La causa de fondo –ha declarado el eminente intelectual Noam Chomsky– es la ocupación criminal de los territorios palestinos”.
Oriente Medio ocupaba titulares de primera plana con motivo de la bancarrota de la estrategia norteamericana que hoy se tambalea, sobre todo, en Iraq y Siria, cuando, hasta cierto punto sorpresivamente, la atención se volvió hacia Gaza.
Gaza no es un país. Su silueta casi no puede distinguirse en los mapas. Una franja estrecha, apenas diez kilómetros de ancho y menos de sesenta de longitud. Separada físicamente del resto de la Palestina árabe, cercada por las tropas israelíes que ocupan toda la tierra aledaña y también las aguas del Mediterráneo que bañan su flanco izquierdo.
No se puede salir ni tampoco entrar. El lector recordará seguramente el asalto pirata de la marina israelita a un barco que pretendía llevar hasta allí ayuda humanitaria, algunos meses atrás. Hace ya más de ocho años que la Franja está sometida a un rigoroso bloqueo militar.
Según algunos especialistas de la ONU, el territorio será inhabitable en 2020. Pero hoy tiene una densidad de población que está entre las más elevadas del planeta, un millón y medio de habitantes, la mitad menor de 18 años, el 70 por ciento por debajo del nivel de pobreza y con un 50 por ciento de desempleo. El 90
por ciento sobrevive en campos de refugiados.
En realidad, Gaza es un enorme ghetto, el mayor y el que ha durado más tiempo. Y ahora, nuevamente, sufre bombardeos indiscriminados y la invasión masiva de tropas israelitas. Otra guerra injustificable y atroz.
Escandalizan los hospitales, escuelas y hogares destruidos, causan indignación las imágenes de los niños asesinados el 16 de julio, mientras jugaban en la playa. Corresponsales extranjeros que los vieron morir aseguran que ni ellos ni su pelota de fútbol amenazaban a nadie. Al parecer, ingenuamente, se ima-ginaban en la Copa Mundial.
Ante el horror crece la protesta en todo el mundo mientras se habla de gestiones diplomáticas urgentes para detener la matanza.
Fidel Castro ha expresado su “solidaridad con el pueblo que defiende el último jirón de lo que fue su patria durante miles de años”.
Porque de eso se trata. Al pueblo palestino le arrebataron su patria, cuando las Naciones Unidas decidieron la partición de su te-rritorio y el establecimiento del Estado de Israel. Desde entonces este último no ha cesado en el expansionismo a costa de su vecino. Desde 1947 las guerras se sucedieron, sin pausas, y con ellas el número de refugiados y desplazados.
En esa larga historia, Israel, la única potencia nuclear de la región, ha contado con el apoyo ilimitado de Estados Unidos y sus aliados. El mismo día 16, el Senado norteamericano aprobó 622 millones de dólares para las fuerzas militares de Israel, que recibirán este año 3 mil 600 mi-llones. Cuando aún en Gaza llo-raban a los niños que soñaron ser futbolistas, el Presidente Obama fue categórico: “Reafirmo mi rotundo apoyo al derecho de Israel a defenderse”. Por si alguien no había entendido repitió: “Israel tiene derecho a defenderse”. Tel Aviv nunca ha sido castigado tampoco por la ONU, jamás se le han aplicado sanciones, como las que tan liberalmente se han impuesto a otros por violaciones de menor magnitud.
La actitud de la Comunidad Internacional ha sido, senci-llamente, vergonzosa. Ante el problema que había creado y que la acompaña desde su fundación, la ONU se ha limitado a mantener una entidad especial, nacida en 1949, y sostenida con contribuciones voluntarias, destinada, supuestamente, a aliviar la tragedia de los “refugiados palestinos en el Oriente Medio” (UNRWA) para atender a los “palestinos cuyo lugar de residencia habitual era el Mandato Británico de Palestina entre junio de 1946 y mayo de 1948 y que perdieron sus hogares y sus medios de subsistencia con la guerra árabe-israelí de 1948”.
Pocos recuerdan ya que en otro párrafo del texto aquí citado, la Asamblea General reconoció el derecho de los refugiados a regresar a sus hogares, y lo ha reafirmado desde entonces cada año. Ese sigue siendo, sin embargo, un sueño para los nietos de quienes fueron brutalmente expulsados hace siete décadas.
Originalmente se trataba de 652 mil personas. Varias veces hubo que aumentar la cifra pues con las reiteradas ofensivas de Israel creció constantemente el número de sus víctimas. UNRWA se ocupa hoy de 5 millones de seres humanos.
Entretanto la Asamblea General y el Consejo de Seguridad han dedicado sesiones interminables, año tras año, a discutir los aspectos políticos de la cuestión, en un ejercicio de inutilidad sin límites. Las incontables resoluciones aprobadas por la Asamblea, respaldadas por muy amplias mayorías, han sido ignoradas sistemáticamente por Israel. Las presentadas ante el Consejo se han disuelto en la nada por el veto norteamericano.
Washington, por su parte, ha pretendido actuar como mediador promoviendo negociaciones entre ambas partes, sin resultado alguno. Han sido, más bien, gestos asociados a sus quere-llas electorales domésticas en las que cada candidato busca parecer más pro-israelita que los demás.
Tales negociaciones estaban de antemano condenadas al fracaso, porque no han sido otra cosa que maniobras, alentadas, precisamente, por el verdadero culpable, el principal sostén del agresor.
“La causa de fondo –ha declarado el eminente intelectual Noam Chomsky– es la ocupación criminal de los territorios palestinos y todas las medidas que se adoptan en Gaza para que su población sobreviva apenas, mientras los palestinos de Cisjordania son obligados a mantenerse dentro de cantones inaccesibles, todo lo cual pone a Israel en una violación flagrante del derecho internacional y resoluciones explicitas del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, por no hablar de una mínima decencia humana. Y así continuará mientras Israel sea apoyado por Washington y to-lerado por Europa, para nuestra vergüenza eterna”.
La retórica occidental justificó la creación del Estado de Israel y ha respaldado sus políticas agresivas aludiendo frecuen-temente a la triste, amarga experiencia del pueblo hebreo, a las persecuciones y prejuicios de que fue víctima a lo largo de la historia y que llegó a su más abominable expresión con el Holocausto, el exterminio de millones de judíos en los campos de concentración hitlerianos.
Pero no fueron los palestinos, ni los árabes, sus victimarios. Los progromos no se produjeron en Oriente Medio, sino en la Rusia zarista, y el antisemitismo fue siempre un fenómeno europeo exportado a Norteamérica –donde tuvo en el Ku Klux Klan un notorio exponente– y nunca ha dejado de estar presente en los círculos más duros de la reacción estadounidense. Ahora mismo, ante el silencio cómplice, y hasta el inaudito aplauso, de Estados Unidos y la Unión Europea, regresan al poder en Ucrania facciones extremistas que reivindican como a su héroe nacional a Stepan Bandera, criminal de guerra, antisemita y pronazi. El rabino jasídico de Ucrania Moshe Revven Azman propuso a sus feligreses abandonar Kiev a raíz del ataque contra otro rabino, Hillel Cohen, quien fue golpeado, apuñalado e insultado cuando visitaba a un amigo en un hospital de la ciudad. “No quiero tentar a la suerte, pero constantemente existen amenazas de ataque a las instituciones judías”, se lamentó el primero.
Mientras en ese país se multiplican las manifestaciones xenófobas y líderes del nuevo régimen ucraniano llaman a la lucha contra la “mafia moscovita-judía”, Washington y la Unión Europea agregan nuevas sanciones… contra Rusia.
La actual agresión militar contra Gaza no tiene nada de novedoso ni lo es tampoco la horrible matanza de civiles, incluyendo niños, mujeres y ancianos. Sus pobladores han debido soportarlo desde siempre y con mayor frecuencia en lo que va del Siglo XXI. Según Chomsky “cuando Israel está tranquila más de dos niños palestinos son asesinados cada semana, un patrón de conducta que se remonta a 14 años”.
La propaganda occidental intenta demonizar al movimiento de resistencia islámica, Hamas, y atribuirle la responsabilidad por los incidentes más recientes.
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