Valentina Portillo Fabián
En teoría, el eje de todas las religiones es el amor.
Al menos, en las religiones mayoritarias. Sin embargo el fanatismo
religioso, y sobre todo, la inteligencia mal intencionada, destruyen
cualquier pretensión humana de alcanzar un mínimo de felicidad en todo
el planeta.
Para no caer en menudas hipocresías, antes de avanzar
con el asunto que nos toca en esta oportunidad, refiramos un poco de qué
manera todos los días sufrimos el pequeño conflicto entre hegemonía y
resistencia.
“Cada persona es un mundo”, dice la frase.
Rectifiquemos: “cada persona es el mundo”. Con razón la geopolítica del
siglo XXI algo dice de cómo estamos los seres humanos por dentro. No nos
equivocamos al aseverar que la manera de devorar y consumir sin
consciencia los recursos de la Tierra mucho tiene en común con el modo
en que tratamos a nuestro cuerpo. El cáncer que frecuenta nuestros
organismos, se relaciona íntimamente con el caos sistémico que hemos
causado al planeta.
Nuestros organismos pelean una batalla que poco tiene
que ver con la tradicional división del hombre y de la mujer en cuerpo y
alma. El ser humano padece la guerra entre el dominador y el resistente
y/o dominado. He ahí la verdadera fragmentación. Particularmente,
quienes hemos ido y venido de la cristiandad cada minuto de nuestras
vidas, enfrentamos esta tétrica contrariedad. En primer lugar, está muy
adentro un aparentemente autorizado YO que nos somete y repele cuanto de
íntegro eclosiona en nosotros. Mientras que un estímulo desencadena
posibilidades extraordinarias, unas cadenas invisibles pero feroces se
extienden sobre nosotros y nos paralizan de miedo, culpa y vergüenza.
Entonces dejamos pasar un amor, un manjar, un libro, una obra de arte.
Hasta la dignidad se escapa como animal herido.
Para cada hegemonía –como resultado de la acción de
una ideología dominante que entre el consenso y la violencia, nos
convence de que nada debe ser cambiado- también hay un gusanillo que nos
hace enroscarnos de descontento. Algo en la mirada, un temblor de
cuerpo, un “mierda” atravesado en la garganta; indicadores de algo que
debe ejecutarse antes de que nos dé un paro cardíaco, un cáncer o un
síndrome de intestino irritable. Una palabra que debe ser pronunciada si
queremos volver a ver frente a frente a los demás. Un dolor que ha de
ser gemido y gritado para arrojarnos de nuevo al camino de la vida. Esta
es la resistencia, que para bien de la humanidad, nunca se interrumpe
del todo.
Según el contexto la resistencia también se llama
subversión, insurgencia, terro-rismo, tentación, error, pecado. La
resistencia hace a muchos pueblos mirar un partido de fútbol y soñar que
están ahí, de cara al enemigo, oponiéndose al juego, al viento que está
totalmente en contra.
La resistencia inventa hijos. La resistencia vuelve a
levantarte. La resistencia te descubre indignado. La resistencia te
lleva a conquistar un título universitario pese a la mala calidad
educativa, más aún si la bendita carrera que escogiste no te dará mucho
de comer. La resistencia identifica a los pésimos maestros que
des-precian tus altas aspiraciones si no tienes la palabra de Dios en tu
corazón. La resistencia hace grandes a los que nacieron para ser
nadies. La resistencia impele a las y los familiares a la búsqueda del
hijo que nunca volvió a casa. La resistencia corrige errores.
Este algo hará avanzar al más desolado de los hombres y
a la más triste de las mujeres. La resistencia, compañera de la
adaptación, gemela de la evolución, te permite persistir en el mundo y
labrar una piedra que más tarde sorprenderá a todos.
°°°
Mientras escribo, hoy, 17 de julio de 2014, las tropas
israelíes pisan nuevamente la Franja de Gaza. Los descendientes de los
millones de judíos que murieron en cámaras de gas, de tifus, de
inanición, de hambre, de miedo -con miles de comunistas, negros,
homosexuales, y otros resistentes-; hoy justifican el destierro y el
asesinato de millones de palestinos que vivían en la ahora llamada
Israel. La excusa es que siguen siendo los elegidos del Altísimo. La
excusa es que fueron masacrados por los nazis. La excusa es que son la
raza más productiva del mundo.
En El Salvador una de las iglesias evangélicas con más
feligreses se apoda “amigos de Israel” y envía saludos de apoyo a los
vulnerables israelíes. Nada dicen de los niños y las niñas, las mujeres,
los ancianos y ancianas, los hombres, las y los jóvenes torturados,
vejados o muertos.
Son víctimas de Israel desde que a los sionistas les
pareciera justo –luego de la Segunda Guerra Mundial- usurpar un
te-rritorio que podrían haber compartido sin más con el resto de
palestinos, si lo que su dios ordenara fuese el amor.
A estas alturas del partido, poco vale si Hamás se
muestra demasiado beli-gerante o no. Cuando hubo condiciones reales para
la paz, la derecha judía más recalcitrante mandó a matar a su primer
ministro, Isaac Rabin, por mostrarse demasiado endeble respecto al
Estado judío. Esto ocurrió no hace mucho, en 1995.
No satisfechos con los avances pro-israelíes de la
década siguiente, arremeten de forma más sutil contra el Primer
Presidente palestino, Yaser Arafat, líder reconocido por su ardua labor
por la paz en Medio Oriente, quien murió en 2004. En 2013, médicos
suizos confirmaron como causa de la muerte de Arafat, envenenamiento
causado por la presencia fenomenal de una sustancia radiactiva llamada
polonio 210. Ni hablar de las miles de víctimas desde que el conflicto
palestino-israelí se intensificó.
No nos arriesgaremos a afirmar que la falta de amor
provoca tanta destrucción. Hablemos, eso sí, de lo que nos hace andar y
lo que nos hace estancarnos en la mentira y, peor aún en la ignorancia.
En El Salvador se confirma que un gran porcentaje de la opinión real de
las y los salvadoreños que andan en la calle, apoya la “causa” de
Israel. No podía ser de otra manera, dirigidos por una ideología
judeo-cristiana y por líderes religiosos que celebran su amistad con
Sión organizando viajes anuales a Tierra Santa junto a miembros de su
congregación.
Palestina ocupa escaso terreno en El Salvador, a pesar
de que muchos “turcos” ocupan lugares privilegiados en la economía y la
política salvadoreña. Muy pocos respaldaron la lucha por la paz en
Medio Oriente desde el principio.
Quienes así lo hacen, palestinos y no pa-lestinos,
sólo pueden salir a las calles en pequeños y casi invisibles grupos o
escribir alguno que otro grito en contra de la masacre. Conocimientos de
esta índole siguen siendo propiedad privada, a pesar de que las puertas
de la información se abren más frecuentemente.
Desde San Salvador, muchos esperan hacer algo más que
escribir este pa-labrerío que muchos no leerán o no que-rrán leer. Este
palabrerío que se ensancha mientras los criminales mastican –vacas
excelsas- la carne, la sangre y el corazón de una humanidad que sigue
siendo nuestra porque se resiste a la pérdida. Israel no está solo en el
genocidio; Palestina tampoco: todos los desheredados estamos con ella.
Esto es el amor.
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