Este
no es un ensayo académico, sino apenas un conjunto de observaciones
suscitadas por la lectura de despachos noticiosos y periódicos
centroamericanos.
En
el pasado V Encuentro Internacional sobre la Sociedad y sus Retos frente
a la Corrupción, el representante regional de la Oficina de la ONU
contra la Droga y el Delito (ONUDD) para México, Centroamérica y el
Caribe, Antonio Mazzitelli, destacó que el crimen organizado
transnacional está diversificado, alcanza proporciones macroeconómicas y
sus mercados, rutas de tráfico y dinámicas no tienen fronteras.
Agregó que su incidencia invade a múltiples instancias y sectores: comerciales, financieros, políticos, sociales, culturales, entre otros, señalando que el crimen organizado y la corrupción generan flujos de dinero de unos 2,1 billones de dólares por año. Al respecto, Mazzitelli observó que en 12 meses el sistema financiero internacional puede lavar sumas equivalentes al 2,7% del Producto Interno Bruto mundial.
El Estudio Global sobre el Homicidio 2011 –de la misma ONUDD– atribuye al narcotráfico el aumento de la violencia en Centroamérica. Destaca por ejemplo que en 2010 en Honduras se registraron 6 mil 200 asesinatos en un población de 7,7 millones de habitantes, y en El Salvador hubo 4 mil asesinatos entre 6,1 millones de habitantes.
Es decir, en Honduras la tasa llega a 82,1 homicidios por cada 100 mil habitantes, y en El Salvador a 66. A escala mundial, siguen Costa de Marfil, Jamaica, la vecina Belice (con 41), Venezuela y enseguida Guatemala (con 41,4). Por consiguiente, el “Triángulo del Norte” centroamericano es una de las zonas más mortales del mundo. En contraste, los países centroamericanos menos inseguros son Costa Rica (con 11,3 y tendencia en aumento) Nicaragua (con 13,2 y tendencia a la baja). Su vecina Panamá está bastante peor, con 21,6 y subiendo. La OMS considera “epidemia” a cualquier tasa superior a 10.
Las implicaciones de tales cifras se agravan con los altos índices de impunidad que las acompañan. Según Ramón Custodio, Comisionado Nacional de Derechos Humanos de Honduras, “muy pocos de esos asesinatos son castigados”.
Esa situación contrasta con que en los últimos 15 años la tasa de homicidios disminuyó en Asia, Europa y América del Norte. Como dato de referencia, la tasa de Estados Unidos es de 5.
El estudio de la ONUDD atribuye el aumento de la violencia en Centroamérica y el Caribe a las crecientes disparidades de los ingresos y a la disponibilidad de armas de fuego. Una explicación que no es falsa pero dista de ser suficiente. No está de más recordar que, según la CEPAL, Honduras, El Salvador y Guatemala –en este orden, que es el mismo de sus respectivas tasas de homicidio– aparecen entre los países latinoamericanos con peores índices de pobreza, a lo que deben añadirse los de desigualdad.
El triángulo fatídico: diferencias
Los tres países del triángulo del Norte son la parte más integrada de la región centroamericana. Sin embargo, al observar la violencia criminal en Honduras se ve que el fenómeno ocurre de otras formas en Guatemala y en El Salvador. Aunque el sustrato de élites oligárquicas e indignados sociales tenga semejanzas, sus manifestaciones difieren.
En el Salvador y Guatemala hubo cruentos procesos insurreccionales que culminaron en unos acuerdos de paz que buscaban sanear y reformar la institucionalidad gubernamental. En el primer caso buena parte de ese propósito se cumplió; en el segundo ello quedó lejos de conseguirse, agregando un saldo de decepción. Por su parte, Honduras no pasó por allí, sino que fue plaza de armas de la contra nicaragüense. En consecuencia, allí la opción de arreglárselas a tiros proliferó sin las aspiraciones ni la disciplina de las organizaciones revolucionarias.
En adición, Guatemala y Honduras tienen territorios mayores y complicados, más poblados –en el primero con una composición étnica muy compleja–, así como costas en ambos océanos, mientras que El Salvador, “el pulgarcito de América”, carece de ribera en el Caribe. Esto no es poca cosa cuando en la mayor parte de Centroamérica hay más atraso, aislamiento y descuido estatal en la vertiente atlántica y el subdesarrollo capitalista se concentra en las zonas ribereñas al Pacífico, salvo en Honduras donde la costa caribeña se divide entre la intrincada y abandonada Misquitia y el polo mercantil de San Pedro Sula.
Como tampoco es poca cosa cuando el cártel mexicano de los Zetas trabaja las rutas costeras e isleñas del Caribe, mientras que su rival de Sinaloa predomina en las del Pacífico.
Esas circunstancias definen roles: las costas y haciendas de la Misquitia son el asiento más activo del contrabando marítimo y aéreo de la cocaína que transita de Sudamérica hacia Estados Unidos a través de Belice, Guatemala y México. Mientras, en Guatemala ese papel lo cumplen la boscosas zonas de Alta Verapaz y el Petén, contiguas a Belice y México. A la vez en Guatemala últimamente ha empezado a detectarse otra actividad: la producción de drogas sintéticas, que algunos relacionan con el cártel de Sinaloa.
En cambio, en virtud de su ubicación geográfica, en El Salvador el narcotráfico es menos significativo, con lo cual la violencia criminal es cuantiosa por otros motivos. Lo que hace ver que el pandillerismo y dicha violencia también pueden darse –en cada uno de esos tres países– incluso donde hay menor presencia del narcotráfico.
Las “maras”, sí o no
Los corresponsales de prensa suelen atribuir la feroz tasa de homicidios de los países del triángulo del Norte a las pandillas juveniles o “maras” (por su inicial calificativo de marabuntas). Este es uno modo esquemático de abordar el tema, que igualmente encubre la ineficiencia de los funcionarios que no se ocuparon a tiempo del problema.
El origen y propagación de estas pandillas es anterior al arribo del narcotráfico. El fenómeno surgió en El Salvador, con la repatriación de miles de jóvenes expulsados de California –donde hace mucho hay numerosos trabajadores salvadoreños–, que llevaron a su país los hábitos organizativos de las gangas de Los Ángeles. El fenómeno pronto se extendió a Guatemala y Honduras, pero suele omitirse que no arraigó en Nicaragua ni Costa Rica.
Las maras no son apenas pandillas de maleantes. Son cofradías que acogen y dan identidad y formas de vida y de expresión a numerosos jóvenes que carecen de otros espacios, incentivos y oportunidades donde encajar. Agrupaciones con sus propios liderazgos, lealtades, subcultura y formas de diferenciarse –como la abundancia de tatuajes–, celosas guardianas de los territorios que se toman, por cuyo control rivalizan también con violencia. Son comunidades cuya explicación antropológica falta estudiar.
Sus actividades delictivas más comunes son la extorsión, los robos y asaltos, y en menor escala el sicariato, esto es, las lesiones o asesinatos por encargo. Le cobran “protección” a los tenderos, le exigen cuotas a los transportistas y, desde el arribo del narcotráfico, venden drogas al por menor. A su vez, son blanco de abusos policiales y medios para eludirlos o enfrentarlos.
Por el otro lado, los narcotraficantes tienen sus propias estructuras, bandas y matones, que igualmente actúan sin el concurso de las maras. En Honduras y Guatemala, donde la incidencia del narcotráfico es alta, las maras son un campo donde cooptar mulas, custodios y sicarios. Pero en El Salvador, aunque esa incidencia es menor, ellas mantienen activa presencia. Es decir, son dos cosas distintas que existen por sí mismas y que eventualmente se pueden asociar, sin que perseguir una baste para eliminar a la otra.
Un alto representante del nuevo gobierno guatemalteco afirmó que se combatirá la criminalidad acabando con las maras. Pero ellas solo son la parte más visible del asunto. Esa tesis igualmente menudea en el discurso político hondureño y en la derecha salvadoreña. Ciertamente, cuando el problema se comienza a atender después de haberlo dejado degenerar hasta los actuales extremos, se requiere determinado rigor para frenarlo. Sin embargo, a corto, mediano y largo plazos la situación solo podrá revertirse erradicando la corrupción institucional, así como las causas y efectos de la injusticia y la crispación sociales.
No obstante, reducir el asunto a “acabar con las maras” es simplista y omite la parte del reto que en Guatemala y Honduras ha sido más difícil de conseguir: la de erradicar las estructuras y bandas del narcotráfico, introducidas y dinamizadas por factores externos ‑‑los de la producción y el consumo– que no tienen origen en la región pero que agravan el tema al involucrar a personajes y pandillas locales. Por sus articulaciones externas, la eliminación de los gestores de esta actividad está fuera del alcance de los programas sociales, y en cada caso requiere la necesaria inteligencia y acción policial, así como de eficaz cooperación intrarregional e internacional.
Confianza pública y criminalidad
A contravía, en Nicaragua la violencia delictiva se ha mitigado. Y a su vez, donde el sistema político tradicional, otrora exitoso, da signos de agotamiento, el problema tiende a crecer, como lo sugiere Costa Rica. Sin embargo, no cabe sacar conclusiones precipitadas: ese ingrediente pesa pero no es el único. Así lo prueba El Salvador, donde el sistema político y la eficiencia institucional mejoraron al implementarse los Acuerdos de Paz y donde últimamente se robusteció la eficacia institucional, sin que esto haya bastado para revertir dicha violencia.
Eso reitera que también hay de por medio un importante factor cultural, en el que la confianza en el sistema político y sus instituciones es una pieza capital pero dista de ser suficiente. La violencia propia del carácter del régimen social –de explotación, despojo, desigualdad, marginación, empleo precario, desatención, ignorancia y atraso, de arrogancia de los poderosos y humillación de los desposeídos– surte efectos de acumulación histórica donde la percepción de que no se pertenece a la sociedad que “sí cuenta”, y la correspondiente crispación social, contribuyen a alimentar y reproducir una subcultura de la cual esa violencia forma parte.
No hay por qué extrañarse: quienes se perciben excluidos de la sociedad debidamente reconocida tienden asimismo a considerarse excluidos de sus normas y valores.
Ese aspecto de dicha subcultura no solo se manifiesta en la creciente brutalidad del asalto o del ajuste de cuentas pandillero, sino también en la de la violencia doméstica, el femicidio, el abuso contra menores o ancianos, la reyerta callejera, el linchamiento aldeano y otros excesos, que igualmente inciden en la tasa de homicidios. La elevada proporción de asesinatos que se cometen por estrangulación, arma blanca u objetos contundentes así lo demuestra. En 2011, en Honduras fueron muertas cerca de 300 mujeres, mayormente en manos de sus parejas, no del crimen organizado. En Guatemala, según cálculo oficial el 60 por ciento de los asesinatos son perpetrados por las maras y los narcotraficantes, lo que significa que un cuantioso 40 por ciento –sobre un total de 6 mil homicidios al año– es cometido por ciudadanos corrientes.
Eso la “mano dura” no lo puede corregir. Antes bien requiere un poderoso trabajo educativo. Por supuesto que es indispensable tener muy buena policía, mejores jueces y eficiente reeducación, así como también es perentorio recuperar los territorios conquistados por las bandas –incluso por medios militarizados, como en Rio de Janeiro–, tanto para desarticularlas y asegurar tranquilidad a sus habitantes, como para deparar mejores oportunidades a los jóvenes. Como es obvio, se requiere una cobertura de vigilancia, disuasión y prevención. Pero la violencia del Estado, por si sola, no remedia la violencia social –ni la cultura de la violencia– sino que a la postre la llega a exacerbar.
Ninguna batalla cultural se gana rápidamente, ni mucho menos con meras prédicas, sean laicas o místicas. Solo podrán vencerla las prácticas incluyentes de un régimen no apenas legítimo por su elección, sino legitimado por el sostenido éxito de sus capacidades para acabar con la injusticia y la exclusión y, especialmente, para reincorporar a toda la gente ‑‑a todos los grupos sociales– al río principal de las esperanzas fructíferas. (Fragmentos).
Agregó que su incidencia invade a múltiples instancias y sectores: comerciales, financieros, políticos, sociales, culturales, entre otros, señalando que el crimen organizado y la corrupción generan flujos de dinero de unos 2,1 billones de dólares por año. Al respecto, Mazzitelli observó que en 12 meses el sistema financiero internacional puede lavar sumas equivalentes al 2,7% del Producto Interno Bruto mundial.
El Estudio Global sobre el Homicidio 2011 –de la misma ONUDD– atribuye al narcotráfico el aumento de la violencia en Centroamérica. Destaca por ejemplo que en 2010 en Honduras se registraron 6 mil 200 asesinatos en un población de 7,7 millones de habitantes, y en El Salvador hubo 4 mil asesinatos entre 6,1 millones de habitantes.
Es decir, en Honduras la tasa llega a 82,1 homicidios por cada 100 mil habitantes, y en El Salvador a 66. A escala mundial, siguen Costa de Marfil, Jamaica, la vecina Belice (con 41), Venezuela y enseguida Guatemala (con 41,4). Por consiguiente, el “Triángulo del Norte” centroamericano es una de las zonas más mortales del mundo. En contraste, los países centroamericanos menos inseguros son Costa Rica (con 11,3 y tendencia en aumento) Nicaragua (con 13,2 y tendencia a la baja). Su vecina Panamá está bastante peor, con 21,6 y subiendo. La OMS considera “epidemia” a cualquier tasa superior a 10.
Las implicaciones de tales cifras se agravan con los altos índices de impunidad que las acompañan. Según Ramón Custodio, Comisionado Nacional de Derechos Humanos de Honduras, “muy pocos de esos asesinatos son castigados”.
Esa situación contrasta con que en los últimos 15 años la tasa de homicidios disminuyó en Asia, Europa y América del Norte. Como dato de referencia, la tasa de Estados Unidos es de 5.
El estudio de la ONUDD atribuye el aumento de la violencia en Centroamérica y el Caribe a las crecientes disparidades de los ingresos y a la disponibilidad de armas de fuego. Una explicación que no es falsa pero dista de ser suficiente. No está de más recordar que, según la CEPAL, Honduras, El Salvador y Guatemala –en este orden, que es el mismo de sus respectivas tasas de homicidio– aparecen entre los países latinoamericanos con peores índices de pobreza, a lo que deben añadirse los de desigualdad.
El triángulo fatídico: diferencias
Los tres países del triángulo del Norte son la parte más integrada de la región centroamericana. Sin embargo, al observar la violencia criminal en Honduras se ve que el fenómeno ocurre de otras formas en Guatemala y en El Salvador. Aunque el sustrato de élites oligárquicas e indignados sociales tenga semejanzas, sus manifestaciones difieren.
En el Salvador y Guatemala hubo cruentos procesos insurreccionales que culminaron en unos acuerdos de paz que buscaban sanear y reformar la institucionalidad gubernamental. En el primer caso buena parte de ese propósito se cumplió; en el segundo ello quedó lejos de conseguirse, agregando un saldo de decepción. Por su parte, Honduras no pasó por allí, sino que fue plaza de armas de la contra nicaragüense. En consecuencia, allí la opción de arreglárselas a tiros proliferó sin las aspiraciones ni la disciplina de las organizaciones revolucionarias.
En adición, Guatemala y Honduras tienen territorios mayores y complicados, más poblados –en el primero con una composición étnica muy compleja–, así como costas en ambos océanos, mientras que El Salvador, “el pulgarcito de América”, carece de ribera en el Caribe. Esto no es poca cosa cuando en la mayor parte de Centroamérica hay más atraso, aislamiento y descuido estatal en la vertiente atlántica y el subdesarrollo capitalista se concentra en las zonas ribereñas al Pacífico, salvo en Honduras donde la costa caribeña se divide entre la intrincada y abandonada Misquitia y el polo mercantil de San Pedro Sula.
Como tampoco es poca cosa cuando el cártel mexicano de los Zetas trabaja las rutas costeras e isleñas del Caribe, mientras que su rival de Sinaloa predomina en las del Pacífico.
Esas circunstancias definen roles: las costas y haciendas de la Misquitia son el asiento más activo del contrabando marítimo y aéreo de la cocaína que transita de Sudamérica hacia Estados Unidos a través de Belice, Guatemala y México. Mientras, en Guatemala ese papel lo cumplen la boscosas zonas de Alta Verapaz y el Petén, contiguas a Belice y México. A la vez en Guatemala últimamente ha empezado a detectarse otra actividad: la producción de drogas sintéticas, que algunos relacionan con el cártel de Sinaloa.
En cambio, en virtud de su ubicación geográfica, en El Salvador el narcotráfico es menos significativo, con lo cual la violencia criminal es cuantiosa por otros motivos. Lo que hace ver que el pandillerismo y dicha violencia también pueden darse –en cada uno de esos tres países– incluso donde hay menor presencia del narcotráfico.
Las “maras”, sí o no
Los corresponsales de prensa suelen atribuir la feroz tasa de homicidios de los países del triángulo del Norte a las pandillas juveniles o “maras” (por su inicial calificativo de marabuntas). Este es uno modo esquemático de abordar el tema, que igualmente encubre la ineficiencia de los funcionarios que no se ocuparon a tiempo del problema.
El origen y propagación de estas pandillas es anterior al arribo del narcotráfico. El fenómeno surgió en El Salvador, con la repatriación de miles de jóvenes expulsados de California –donde hace mucho hay numerosos trabajadores salvadoreños–, que llevaron a su país los hábitos organizativos de las gangas de Los Ángeles. El fenómeno pronto se extendió a Guatemala y Honduras, pero suele omitirse que no arraigó en Nicaragua ni Costa Rica.
Las maras no son apenas pandillas de maleantes. Son cofradías que acogen y dan identidad y formas de vida y de expresión a numerosos jóvenes que carecen de otros espacios, incentivos y oportunidades donde encajar. Agrupaciones con sus propios liderazgos, lealtades, subcultura y formas de diferenciarse –como la abundancia de tatuajes–, celosas guardianas de los territorios que se toman, por cuyo control rivalizan también con violencia. Son comunidades cuya explicación antropológica falta estudiar.
Sus actividades delictivas más comunes son la extorsión, los robos y asaltos, y en menor escala el sicariato, esto es, las lesiones o asesinatos por encargo. Le cobran “protección” a los tenderos, le exigen cuotas a los transportistas y, desde el arribo del narcotráfico, venden drogas al por menor. A su vez, son blanco de abusos policiales y medios para eludirlos o enfrentarlos.
Por el otro lado, los narcotraficantes tienen sus propias estructuras, bandas y matones, que igualmente actúan sin el concurso de las maras. En Honduras y Guatemala, donde la incidencia del narcotráfico es alta, las maras son un campo donde cooptar mulas, custodios y sicarios. Pero en El Salvador, aunque esa incidencia es menor, ellas mantienen activa presencia. Es decir, son dos cosas distintas que existen por sí mismas y que eventualmente se pueden asociar, sin que perseguir una baste para eliminar a la otra.
Un alto representante del nuevo gobierno guatemalteco afirmó que se combatirá la criminalidad acabando con las maras. Pero ellas solo son la parte más visible del asunto. Esa tesis igualmente menudea en el discurso político hondureño y en la derecha salvadoreña. Ciertamente, cuando el problema se comienza a atender después de haberlo dejado degenerar hasta los actuales extremos, se requiere determinado rigor para frenarlo. Sin embargo, a corto, mediano y largo plazos la situación solo podrá revertirse erradicando la corrupción institucional, así como las causas y efectos de la injusticia y la crispación sociales.
No obstante, reducir el asunto a “acabar con las maras” es simplista y omite la parte del reto que en Guatemala y Honduras ha sido más difícil de conseguir: la de erradicar las estructuras y bandas del narcotráfico, introducidas y dinamizadas por factores externos ‑‑los de la producción y el consumo– que no tienen origen en la región pero que agravan el tema al involucrar a personajes y pandillas locales. Por sus articulaciones externas, la eliminación de los gestores de esta actividad está fuera del alcance de los programas sociales, y en cada caso requiere la necesaria inteligencia y acción policial, así como de eficaz cooperación intrarregional e internacional.
Confianza pública y criminalidad
A contravía, en Nicaragua la violencia delictiva se ha mitigado. Y a su vez, donde el sistema político tradicional, otrora exitoso, da signos de agotamiento, el problema tiende a crecer, como lo sugiere Costa Rica. Sin embargo, no cabe sacar conclusiones precipitadas: ese ingrediente pesa pero no es el único. Así lo prueba El Salvador, donde el sistema político y la eficiencia institucional mejoraron al implementarse los Acuerdos de Paz y donde últimamente se robusteció la eficacia institucional, sin que esto haya bastado para revertir dicha violencia.
Eso reitera que también hay de por medio un importante factor cultural, en el que la confianza en el sistema político y sus instituciones es una pieza capital pero dista de ser suficiente. La violencia propia del carácter del régimen social –de explotación, despojo, desigualdad, marginación, empleo precario, desatención, ignorancia y atraso, de arrogancia de los poderosos y humillación de los desposeídos– surte efectos de acumulación histórica donde la percepción de que no se pertenece a la sociedad que “sí cuenta”, y la correspondiente crispación social, contribuyen a alimentar y reproducir una subcultura de la cual esa violencia forma parte.
No hay por qué extrañarse: quienes se perciben excluidos de la sociedad debidamente reconocida tienden asimismo a considerarse excluidos de sus normas y valores.
Ese aspecto de dicha subcultura no solo se manifiesta en la creciente brutalidad del asalto o del ajuste de cuentas pandillero, sino también en la de la violencia doméstica, el femicidio, el abuso contra menores o ancianos, la reyerta callejera, el linchamiento aldeano y otros excesos, que igualmente inciden en la tasa de homicidios. La elevada proporción de asesinatos que se cometen por estrangulación, arma blanca u objetos contundentes así lo demuestra. En 2011, en Honduras fueron muertas cerca de 300 mujeres, mayormente en manos de sus parejas, no del crimen organizado. En Guatemala, según cálculo oficial el 60 por ciento de los asesinatos son perpetrados por las maras y los narcotraficantes, lo que significa que un cuantioso 40 por ciento –sobre un total de 6 mil homicidios al año– es cometido por ciudadanos corrientes.
Eso la “mano dura” no lo puede corregir. Antes bien requiere un poderoso trabajo educativo. Por supuesto que es indispensable tener muy buena policía, mejores jueces y eficiente reeducación, así como también es perentorio recuperar los territorios conquistados por las bandas –incluso por medios militarizados, como en Rio de Janeiro–, tanto para desarticularlas y asegurar tranquilidad a sus habitantes, como para deparar mejores oportunidades a los jóvenes. Como es obvio, se requiere una cobertura de vigilancia, disuasión y prevención. Pero la violencia del Estado, por si sola, no remedia la violencia social –ni la cultura de la violencia– sino que a la postre la llega a exacerbar.
Ninguna batalla cultural se gana rápidamente, ni mucho menos con meras prédicas, sean laicas o místicas. Solo podrán vencerla las prácticas incluyentes de un régimen no apenas legítimo por su elección, sino legitimado por el sostenido éxito de sus capacidades para acabar con la injusticia y la exclusión y, especialmente, para reincorporar a toda la gente ‑‑a todos los grupos sociales– al río principal de las esperanzas fructíferas. (Fragmentos).
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